La fractura del ser

El día que perdemos la capacidad de amar y trabajar, algo dentro de nosotros se rompe. No es una fractura limpia. Es un quiebre silencioso que ocurre en las profundidades donde habita nuestra verdadera naturaleza.

Como escribió Virginia Woolf en «Las olas»: «Hay momentos en que se desploma la parafernalia exterior. Hay momentos en que sentimos que la propia piel no nos cubre; nos sentimos como un nervio despellejado.»

Freud lo vio desde la orilla analítica. Pero este conocimiento es antiguo. Los yoguis lo entendieron hace milenios cuando hablaban del kleshas —las aflicciones— que nublan nuestra percepción de lo real.

La persona fracturada vive en un estado de exilio interior. Habita su cuerpo como si fuera una casa extraña. Respira como quien cumple una función mecánica. Piensa en círculos que no llevan a ninguna parte. Como expresó Sylvia Plath en «La campana de cristal»: «Veía mi vida ramificándose ante mí como la higuera verde de la historia… y me veía sentada en la horquilla de esta higuera, muriéndome de hambre, simplemente porque no podía decidirme por cuál de los higos elegir.»

El yoga no es la reparación inmediata de esta fractura. Es el reconocimiento honesto de que estamos rotos y, a la vez, la intuición de que esa no es nuestra condición original. Me parece muy importante traer aquí a Rumi: «La herida es el lugar por donde entra la luz.» Es precisamente cuando hay algo en nosotros que no está bien, cuando la práctica nos trae todo su beneficio.

Cuando alguien llega a la esterilla por primera vez, trae consigo todo su inventario de dolor. No lo sabe, pero cada tensión muscular es un archivo de memoria emocional. Cada restricción en la respiración, un miedo antiguo. Podemos mencionar aquí a Marcel Proust: «El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos.»

La práctica comienza con el cuerpo porque es lo más tangible. Pero nunca se queda allí.

En algún momento de una práctica constante, aparecen instantes de claridad. No son permanentes ni espectaculares. Son simples momentos donde, de pronto, la persona fracturada recuerda que hay algo en ella que permanece intacto.

El yoga no promete la ausencia de sufrimiento. Promete algo más valioso: la capacidad de mantener la conciencia despierta en medio del dolor. En palabras de Viktor Frankl: «Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder para elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y nuestra libertad.»

Y entonces, gradualmente, la capacidad de amar y trabajar regresa. No como una obligación social ni como un ideal terapéutico, sino como una expresión natural de un ser que ha comenzado a recordar su verdadera naturaleza. Como escribió Hermann Hesse en «Siddhartha»: «En cada verdad, lo opuesto es igualmente cierto. Toda verdad es unilateral, carece de extensión y de profundidad. Carece de totalidad, de completitud, de unidad.»

La fractura sigue allí, pero ya no define quiénes somos. Se transforma en una cicatriz que nos recuerda el camino recorrido, no el destino final. Como dice también Leonard Cohen: «Hay una grieta en todo, así es como entra la luz.»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *