
El verso me encontró por casualidad, cuando el agua dibujaba mapas efímeros sobre las piedras y yo caminaba sin rumbo por calles que conocía de memoria pero que esa tarde parecían extrañas, como si la lluvia hubiera lavado no solo el polvo sino también la familiaridad. Las palabras de Cristina Peri Rossi estaban ahí, pegadas al escaparate de una librería cerrada, esperando: «Sacamos a pasear la falta como quien pasea un perro.»

Y de repente, ahí mismo, observando mi propio reflejo en el cristal mojado, toda la mentira se desplomó. La mentira de caminar solo. La mentira de que mis pasos eran solo míos. Porque ahí estaba ella, mi compañera silenciosa, la que me había acompañado desde siempre con esa fidelidad animal que conoce mejor que yo mismo mis horarios, mis rutas, mis pausas inexplicables frente a escaparates que no me interesan.
Hay gente que bautiza su hambre. Le pone nombres hermosos y específicos: Antonio, Cecilia, un viaje a África, un millón de Euros, un pisito en la playa, una amante, un ascenso en el trabajo. Como si nombrando pudieran domesticar lo innombrable. Como si la sed milenaria que arrastramos desde que la primera conciencia se reconoció separada del todo pudiera resolverse a través de alguna App. en la pantalla de nuestro teléfono o algún curso, esta vez sí, de alguna exótica o avanzadísima técnica de introspección.
Pero algunos ya sabemos que la falta es lo único esencial. Que merodeamos las calles nocturnas sin buscar ni un polvo ni una diosa ni un Dios. Porque hemos entendido que la búsqueda misma era la trampa, que cada nombre puesto al vacío no hacía sino confirmarlo, que cada proyecto de plenitud era una manera refinada de perpetuar la división entre lo que somos y lo que creemos que deberíamos ser.
El dolor también vive aquí. En esta casa que habitamos sin haberla elegido, en este cuerpo que duele sin permiso, en esta memoria que archiva cada golpe con la precisión de un contable obsesivo. El dolor no se va. Esto es lo que nadie te dice cuando prometen sanación, transformación, liberación. El dolor no se va: aprende a vivir contigo con una intimidad que a veces da vergüenza.
Mi dolor particular se llama domingo por la tarde. Se llama despertarse a las cuatro de la madrugada con el corazón acelerado sin motivo aparente. Se llama esa sensación de estar siempre llegando tarde a una cita que nunca existió. Se llama mirar por la ventana del tren y ver pasar paisajes que me recuerdan a alguien.
Pero hay dolores más específicos, más crueles en su precisión. Hay ausencias que se pueden llorar y presencias que no se pueden tocar. La segunda duele más, porque renueva cada día la herida, porque mantiene viva una sed que sabe exactamente lo que necesita pero no puede beber. Es la tortura de la proximidad sin intimidad, de la familiaridad que se ha vuelto extraña, del amor que late en presente continuo hacia alguien que vive en pasado perfecto.
Carmen llegó al estudio con un divorcio reciente colgando de ella como un abrigo demasiado pesado para la temporada. Durante meses intentó usar las posturas como exorcismo, cada respiración una oración para que la pena se fuera, cada secuencia una negociación con un dolor que se negaba a atender a razones.
«¿Cuándo se va?», me preguntó un día, después de una clase especialmente intensa donde había llorado en la esterilla sin pudor, con esa honestidad brutal que solo surge cuando ya no queda nada que perder.
«No se va», le dije, y vi cómo sus ojos se ensanchaban ante la respuesta que nadie le había dado. «Solo cambia de habitación. A veces duerme en el sótano y apenas lo oyes. A veces se instala en la sala y hay que convivir con él. Pero siempre está en la casa.»
Esa fue la primera vez que la vi sonreír. No era la sonrisa del alivio sino la sonrisa del reconocimiento. La sonrisa de quien finalmente entiende las reglas del juego al que lleva años jugando sin saberlo.
La falta no es depresión. La falta no es ansiedad. La falta no es un síntoma que requiera diagnóstico ni un problema que demande solución. La falta es la marca de agua de estar vivo y saberlo. Es la diferencia irreductible entre la experiencia de estar aquí y la certeza de que aquí no es suficiente. Es la sed que no se calma porque no está diseñada para calmarse.
Los estudiantes llegan cargados de proyectos para llenar el vacío. Vienen con listas secretas de lo que esperan conseguir: flexibilidad, paz mental, un cuerpo que se ajuste a las imágenes de bienestar que consumen en redes sociales. Como si la práctica fuera una especie de alquimia doméstica donde se puede transmutar la inquietud en satisfacción mediante el protocolo adecuado.
Pero yo ya no vendo morfina espiritual. Ya no prometo que el yoga llenará lo que por definición no puede llenarse. Porque la verdadera práctica comienza cuando dejas de intentar sentirte diferente de como te sientes. Cuando renuncias a la violencia de querer ser otro que el que eres en este momento exacto, con esta respiración entrecortada y este corazón que late con una prisa que no entiende.
Los sutras hablan de chitta vritti nirodha, el cese de las fluctuaciones mentales, como si la mente pudiera negociar un armisticio consigo misma. Pero la mente que quiere cesar sus fluctuaciones es la misma mente que fluctúa. Es el prisionero intentando ser su propio carcelero, el problema fingiendo ser la solución. El verdadero cese llega solo, como un gato que decide subirse a tu regazo: no se puede forzar, apenas se puede invitar.
El perro de la falta tiene sus propios horarios. No se puede domesticar, solo acompañar. Algunas mañanas se despierta inquieto y me lleva por calles que no tenía planificado recorrer. Me hace detenerme frente a lugares que reconozco sin haberlos visto antes y quedarme ahí sin agenda clara, respirando aire cargado de ausencias. Otras veces duerme durante días enteros y casi olvido que está ahí, hasta que reaparece con esa fidelidad animal que conoce mejor que yo mismo mis necesidades.
No es una mascota dócil que obedece órdenes. No es un proyecto de entrenamiento que produce resultados medibles. Es algo más cercano a lo que los antiguos griegos llamaban daimon: una presencia que me acompaña y me guía por territorios que la razón no elige pero que el alma reconoce como propios.
A veces me hace escribir textos como este, que exige ser dicho. Me sienta frente a la pantalla vacía y pone sus patas sobre mis manos hasta que las palabras empiezan a brotar con más fuerza que las voces pragmáticas, juiciosas, que intentan desanimarme.
Hay una aristocracia del desencanto que no se aprende en libros. Se adquiere después de haber agotado todos los nombres posibles para la sed, después de haber probado todas las llaves en la cerradura del vacío y descubrir que ninguna encaja porque no hay cerradura que abrir. Los que caminamos en esta hermandad silenciosa caminamos sin buscar nada específico, porque hemos entendido que la búsqueda misma era la trampa.
No es resignación. Es reconocimiento. Es la diferencia entre el que mendiga amor en cada esquina y el que ha aprendido que el amor es precisamente esa capacidad de estar presente con lo que falta sin convertirlo en emergencia. Entre el que colecciona experiencias esperando que alguna finalmente lo complete y el que ha comprendido que la incompletud es la condición desde la cual se experimenta la vida, no el problema que la vida debe resolver.
Los textos antiguos hablan de vairagya, el desapego, como si fuera un estado que se alcanza mediante técnica y perseverancia. Pero quien ha intentado despegarse de algo sabe la paradoja: el esfuerzo por no aferrarse es el aferramiento más sutil. Es querer controlar el control, desear el no-deseo, convertir la libertad en un proyecto más del ego que se niega a morir.
Alguien me enseñó que la práctica más profunda es a menudo la más prosaica: «El yoga no te hace especial», me dijo una vez mientras tomábamos té en una mañana que olía a invierno. «Te hace ordinario de una manera extraordinaria.» Era una frase que frustraba a los buscadores de experiencias elevadas, pero que contenía toda la sabiduría de quien sabe que la transformación no es cambiar sino descubrirse.
El dolor tiene geografías secretas. Se instala en el hombro izquierdo cuando llueve, en el estómago cuando suena el teléfono de madrugada, en esa zona imprecisa del pecho cuando alguien menciona de pasada el nombre de una ciudad donde fui feliz hace demasiado tiempo. Tiene una cartografía íntima que conoce mejor que yo mismo mis puntos débiles, mis aniversarios silenciosos, mis fechas marcadas en tinta invisible
Algunos dolores se vuelven tan familiares que casi parecen normales, hasta que algo —una risa reconocida, un gesto que creías olvidado— te recuerda que no lo son. Hasta que descubres que llevas años funcionando con el corazón partido pero operativo, manteniendo la compostura en encuentros cotidianos que son pequeños funerales diarios de lo que fue y no puede volver a ser.
Pero hay formas diferentes de habitarlo. Está el dolor que se resiste a sí mismo, que se convierte en sufrimiento porque no acepta ser dolor. Y está el dolor que se reconoce como parte del paisaje interior, que se instala sin dramatismo en el territorio de la experiencia como un inquilino que paga puntualmente su alquiler y no molesta a los vecinos.
Los estudiantes más sabios no son los que han eliminado el dolor de sus vidas. Son los que han aprendido a doler sin violencia, a sufrir sin resistencia innecesaria, a estar presentes con lo que duele sin convertir el dolor en una identidad que los defina completamente.
Cada mañana, cuando extiendo la esterilla en la habitación donde la luz entra oblicua e ilumina el polvo que baila sin propósito, reconozco que vengo a encontrarme con lo que está, incluyendo lo que falta. Es un ritual sin épica: tan doméstico como preparar café o revisar el correo, pero que contiene una revolución silenciosa.
Porque estar presente con la falta sin convertirla en proyecto es quizás el acto más radical en una cultura construida sobre la promesa de que todo puede mejorarse, optimizarse, resuelverse. Es la herejía de aceptar que algunas cosas no tienen solución porque no son problemas: son condiciones.
La primera respiración consciente revela siempre lo mismo: esa sensación sutil de que algo no cuadra, de que la experiencia presente no es suficiente, de que la vida debería ser de otra manera. No es depresión, no es ansiedad: es simplemente la marca de agua de una conciencia que se experimenta a sí misma como separada del todo del que forma parte.
Ahimsa, la no-violencia que comienza por no violentarse a uno mismo. No violentar esta sensación de incompletud convirtiéndola en enemiga. No violentar este dolor convirtiéndolo en identidad. No violentar esta búsqueda convirtiéndola en obsesión. Pero incluso este recuerdo es sospechoso: ¿no es ahimsa otro proyecto del ego, otra forma sutil de querer ser diferente?
Y en lugar de convertir esa sensación en una emergencia que requiere intervención inmediata, la saludo como a una vieja conocida. Es mi compañera más íntima, la que me acompaña desde que tengo memoria de ser yo mismo, la que conoce todos mis escondites y todas mis estrategias de evitación.
Peri Rossi lo sabía cuando escribió esos versos. Sabía que la falta no es un accidente biográfico sino una estructura existencial. Que no es algo que nos pasa sino algo que somos. Que no hay cura porque no hay enfermedad: solo hay vida experimentándose a sí misma como imperfecta, incompleta, siempre en camino hacia algo que no puede nombrarse.
«Sacamos a pasear la falta como quien pasea un perro.» Y en esa imagen tan simple se concentra toda una sabiduría: que la falta requiere ejercicio, aire fresco, paciencia. Que tiene sus propias necesidades y sus propios ritmos. Que no se puede encerrar en casa fingiendo que no existe. Que es, al final, nuestra compañera más fiel en este extraño experimento de estar vivos y saberlo.
A veces, antes de dormir, le doy las gracias. A la falta que me acompaña sin juzgar. Al dolor que me visita sin pedir permiso. A esta extraña pareja que formo conmigo mismo, donde nunca estoy del todo solo pero tampoco del todo acompañado. Donde la incompletud no es un problema que resolver sino el territorio desde el cual se experimenta el milagro ordinario de estar aquí, respirando, sintiendo, siendo exactamente esto: imperfecto, herido, pero aún vivo.